Abel Sánchez
En clase no suelen mandarme libros que me gusten, para qué engañarnos, y, además, estoy harto de que siempre estemos leyendo a los mismos autores (debido al HORROROSO pan de estudios de mi carrera, todo sea dicho), por lo que cuando nos dan a elegir un trabajo sobre una lectura libre aprovecho para investigar un poco. Esta vez no me pasé demasiado y me quedé con Unamuno (entre otras cosas, porque me gusta y, también, porque odio al profesor de esta asignatura). Unamuno era un genio. Sí, ya sé que decir esto ahora no tiene ninguna novedad ni merece ningún elogio, pero lo cierto es que lo era. Y Abel Sánchez (1917) es una muestra clara de ello. Unamuno concebía la envidia como el pecado primigenio del hombre. Luchar contra alguien que es mejor que tú y no conseguirlo es duro. Y de ahí surge la envidia. Y la envidia frustrada y constante lleva al odio. He aquí el tema de la novela (o nivoloa). Joaquín Monegro y Abel Sánchez son amigos desde su nacimiento, se han criado juntos y son como hermanos. Sin embargo, Abel es el favorito a ojos de todos. Sin saber por qué, todo el mundo le prefiere a él antes que a Joaquín. Con el paso de los años, esta tendencia se acentuará hasta límites insospechados y Abel se convertirá en un famosísimo pintor casado con la bellísima Helena, mientras que Joaquín será el médico del pueblo casado con Antonia, que se será casi una madre para él. Como el mito de Caín y Abel en el que Unamuno se basa, esta historia tendrá un final trágico, pero no por lo que nos estamos imaginando teniendo en mente la historia bíblica, sino porque Joaquín, antes de morir, acabará dándose cuenta de algo que jamás imaginó: ¿Por qué envidiaba a Abel? ¿Porque él era realmente superior o porque él se sentía inferior? De esta forma, Unamuno nos hace partícipes de una terrible verdad: la envidia surge de nosotros, no tiene causa externa real.